Puede que no simpaticemos con una persona, que sus ideas nos parezcan absurdas o sus arengas rocambolescas, pero nada puede estar por encima de la dignidad humana.
Arremeter con enojosa discriminación contra un personaje sea cual sea su filiación es una bajeza, un acto de rudeza incensario; indigno de una legisladora federal.
Corríjanme si estoy en un error, pero el filósofo Epicuro de Samos espetó, en el siglo tercero antes de Cristo, que los individuos no podemos controlar el proceder de los demás, lo que sí está a nuestro alcance es decidir la respuesta que oponer frente a cualquier agravio.
No reproduciré aquí las palabras que la senadora panista Lilly Téllez lanzó contra su colegisladora Citlalli Hernández porque el lenguaje es el del odio; y encono es lo que menos necesitamos en este país azotado por la discordia.
Malquerencia que un día sí y, al otro también, inocula el presidente López Obrador desde el púlpito de Palacio Nacional en su homilía matinal, con tal de separar —según su entender— a neoliberales aspiracionistas de nobles cuatroteístas.
Aceptémoslo, la gente se hartó de los partidos, de sus políticos, de Peña Nieto y sus secuaces, de décadas de abusos, de la podredumbre e inmundicia del sistema, de lo que usted quiera; el hecho es que en un arrebato le dio las llaves de poder al oriundo de Macuspana, y a cinco años de distancia terminó por descubrir que a la hora de elegir hay que irse con pies de plomo.
¿Por qué con pies de plomo? Porque el gobierno que se ejerce con las “entrañas” nos ha metido en cada berenjenal, a grado tal de enfrentarnos hermano contra hermano, algo sumamente aterrador.
La opción no está en la estridencia, está en la inteligencia; pero no en la laberíntica y dominguera explicación, sino en una comunicación asequible a las masas, con altura de miras, con visión de estado.
Si AMLO es el que agrede ¿por qué no resolver los asuntos nacionales a gritos y sombrerazos? Porque ya es hora de deshacernos del miedo con la verdad y la razón.