Cada 14 de febrero, las tiendas se llenan de corazones, rosas y chocolates; las redes sociales se inundan con declaraciones de amor y fotos de regalos. San Valentín, supuestamente el día del amor y la amistad, se ha transformado en una fiesta donde el afecto parece medirse en la cantidad y el precio de los obsequios. Esto plantea una pregunta inevitable: ¿realmente celebramos el amor o caemos en el juego del consumismo?
El consumismo, entendido como la adquisición desmedida de bienes y servicios impulsada por una necesidad creada más que real, se vuelve especialmente visible en estas fechas. Lo que debería ser una expresión sincera de sentimientos se convierte, con demasiada frecuencia, en una competencia silenciosa por demostrar afecto a través de regalos costosos.
Es curioso observar cómo los precios se disparan en esta temporada. Un ramo de rosas que en enero cuesta 100 pesos puede alcanzar los 300 pesos el 14 de febrero. Una caja de chocolates pasa de 45 a 130 pesos, y una cena romántica que normalmente podría costar 300 pesos llega hasta los 500 pesos. Las cifras no mienten: el gasto promedio estimado para este San Valentín en México podría rondar los 2,623 pesos por persona, según datos de la Alianza Nacional de Pequeños Comerciantes (ANPEC).
Detrás de estas cifras está la maquinaria comercial que, a través de anuncios, promociones y una narrativa bien construida, nos convence de que un peluche o una joya son la mejor manera de expresar lo que sentimos. Pero, ¿no debería el amor medirse en gestos cotidianos y no en el costo del regalo?
Esto no significa que dar un presente sea negativo. El problema surge cuando esa acción se vuelve obligatoria o, peor aún, cuando se convierte en una carga económica que eclipsa el verdadero significado de la fecha. El amor no debería ser un producto más en el mercado de las emociones.
Quizá sea momento de replantearnos cómo celebramos San Valentín. Tal vez el mejor regalo sea el tiempo compartido, una conversación sincera o un gesto que no requiera una etiqueta de precio. Porque el verdadero valor de este día no debería medirse en pesos, sino en emociones genuinas que perduran mucho más que cualquier objeto comprado por compromiso.
Al final, el amor es lo que le da sentido a San Valentín, no el consumismo que lo rodea. La decisión está en nosotros: ¿seguimos el juego comercial o rescatamos la esencia de lo que realmente queremos celebrar?