Cuando Andrés Manuel López Obrador conquistó en las urnas la gloria del respaldo popular, obtuvo sin cortapisas la legitimidad que sostiene a un presidente de México.
El soberano, un pueblo cansado de los abusos y la corrupción de anteriores gobiernos, se expresó sin atisbo de duda en apoyo a sus causas.
Carlos Salinas de Gortari y Felipe Calderón Hinojosa, que emanaron de elecciones muy cuestionadas, necesitaron dar golpes espectaculares para ganar credibilidad, no legitimidad, cosa difícil que solo nuevos comicios les habrían procurado.
Salinas de Gortari tuvo que apresar al dirigente petrolero Joaquín Hernández Galicia alias “la quina” para afirmar que había un líder en Los Pinos, Calderón Hinojosa, por su parte, le declaró la guerra al narcotráfico, sacó al Ejército a las calles y convirtió al país en un cementerio.
Oportunamente censuramos que López Obrador hubiese rendido la mitad de su gobierno al Ejército mexicano, que la seguridad pública, la terminación de hospitales, el reparto de medicamentos y equipos de salud, la construcción del aeropuerto internacional “Felipe Ángeles” y hasta el traslado de libros de texto gratuitos, por citar algunos rubros, hayan quedado a cargo de elementos militares.
Apuntamos que la razón de esa determinación obedecía, fundamentalmente, a tener de su lado no solo la razón sino la fuerza en caso de un golpe de sus opositores.
En el camino se le atravesó la justicia de Estados Unidos que capturó al general Salvador Cienfuegos Zepeda y lo sometió, a golpe de martillo, por tres cargos de narcotráfico y uno por lavado de dinero ante la Corte Federal del Distrito Este en Brooklyn, Nueva York.
Dijimos también, que la captura de Cienfuegos Zepeda representaría un problema de gobernabilidad para la administración Lopezobradorista, porque empujaba a este gobierno a optar una vez mas entre inconvenientes.
Sortear el creciente malestar entre los mandos de la institución armada o la defensa de esa ficción a la que los adoradores de la Cuarta Transformación llaman la “lucha anticorrupción”, se convirtió en una cuestión existencial. Y el señor de palacio expreso su voluntad, se decantó por conseguir sin dilación la desestimación de los cargos en contra del ex secretario de la Defensa.
La tarea le fue encomendada al mas eficaz de sus acólitos, el secretario de Relaciones Exteriores Marcelo Ebrard Casaubón, que consiguió lo impensable, que los fiscales federales registraran el lunes pasado ante la juez encargada del caso, Carol Amon, la solicitud para que esa corte deseche la acusación formal.
En la conferencia mañanera, el canciller Ebrard Casaubón sentenció que “el señor general” será repatriado a nuestro país “como un ciudadano en libertad” y que será la Fiscalía General de la República la que definirá el camino que va a seguir sobre el caudal de pruebas que recibió de parte de las autoridades norteamericanas.
Este es el primer aviso del severo juicio que la historia le tiene reservado al presidente López Obrador, por haber teñido al gobierno de la 4T de color verde militar.
Los soldados vivían en sus cuarteles encomendados a preservar la soberanía nacional, a veces recelosos del poder civil, pero siempre leales a su comandante supremo. López Obrador los empoderó y en el pecado llevará la penitencia.
Ahora la suerte de su gobierno está atada al destino del Ejército, no podrá extender su mano contra él; está irremediablemente sometido a su complacencia, a los devaneos de los mandos castrenses.
Lo que se viene para Andrés Manuel es un amasijo de presiones y traiciones, una puesta en escena que superará cualquier comedia trágica.
Con tal legitimidad, el presidente no precisaba de artilugios para asentar su proyecto de nación, la gente le otorgó ese derecho; pero aun con todo eligió la ruta verde olivo.
Ahora, fuera de su funda, esa pistola amartillada con la que tanto alardeo frente a sus adversarios le apunta en la sien. Bien decía el divo de Juárez, el inmortal Juan Gabriel: Pero que necesidad. Para que tanto problema.