Si como dice el presidente Andrés Manuel López Obrador la política es un noble oficio, nobleza es lo que debe privar entre sus actores; en el diálogo, en la negociación, en la construcción de acuerdos. Porque son los arreglos institucionales, que no “enjuagues” como le gusta espetar al tabasqueño, los que hacen posible las solución de los problemas públicos.
Los mexicanos tenemos ante nosotros un problema de la más penosa naturaleza. Nos hallamos imbuidos en una dolorosa y por demás sangrienta crisis de inseguridad e impunidad. Acicate que debe aguzarnos a repensar la seguridad pública, la procuración, la impartición de justicia y la reinserción social.
En los 2 mil 48 días que han transcurrido del obradorato se han perpetrado, de acuerdo con cifras oficiales, 191 mil 894 homicidios dolosos, uno cada 15 minutos, en promedio 95 diarios, mientras la autoridad se afana en disimular la tragedia, atrincherándose en la sobada tendencia, esa que usa para afirmar con mendacidad que los homicidios van a la baja en el país. A este paso acabaremos el sexenio con 199 mil 757 asesinatos según proyecciones de Tresearch International.
Cual viejo rabadán que escribe el mundo a su capricho, López Obrador se niega, y en coro también la virtual presidenta electa Claudia Sheinbaum, a reunirse con Norma Lucia Piña, ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, aduciendo que la reforma al Poder Judicial está en manos del Legislativo y que no tienen que escuchar a la togada porque ella ya participó en los foros. Vaya despropósito.
Triste papel es el que han asumido el actual mandatario y la futura presidenta, que no quieren oír, que han cerrado todos los postigos, que se hacen los sordos, que se tapan los oídos con cemento, y todavía ahora no hacen más que preguntar como los pedantes: ¿por qué se oponen los operadores y justiciables a las supuestas bondades de la reforma cuatroteísta?
“La ley es dura, pero es la ley”, reza el aforismo. Sin diálogo lo que asoma es la ramplonería. Entre la aprobación y la promulgación de una ley yace su etapa impugnativa, que anticipa para nuestro país —espero equivocarme— una crisis constitucional de proporciones épicas, pues como en el caso del amparo Vega —que en 1869 remeció el ámbito jurídico en México—, el resultado de esta controversia marcará nuestro tiempo, y hará —como en su día la espetó el presidente—, que presenciemos tiempos estelares en la vida de la República.
No soy agorero de las calamidades, no deseo el choque entre poderes, menos la parálisis del sector público. Lo que anticipo —porque así se atisba en lontananza— es una aplicación seca de la ley por parte del alto tribunal, que arrojará como consecuencia que la reforma judicial no supere el tamiz constitucional bajo el control de la Corte por fallas en el procedimiento, lo cual producirá un sisma entre poderes. Y en esa carrera hacia el abismo no habrá un ganador.
¡Eh! ¡que viene el lobo! Ojala nuestros lideres estén prestos a escapar, antes de que las garras de la división aniquilen a nuestro amado México.