Urgente replantear y regular el matrimonio infantil

Por Lizbeth Hernández Bravo
El matrimonio infantil no es un evento aislado ni un simple asunto de “costumbre” en regiones remotas, es una forma de violencia estructural que vulnera derechos fundamentales. Según datos de la UNICEF, casi 1 de cada 5 mujeres de entre 20 y 24 años en México estuvo casada o unida antes de los 18 años. En estados del sur como Guerrero, Chiapas y Oaxaca, esta incidencia supera el 30%.
Estas cifras no solo evidencian un problema de justicia social, sino que auguran un círculo vicioso de pobreza y dependencia: las niñas que contraen nupcias prematuramente abandonan la escuela, sufren embarazos tempranos y quedan expuestas a dinámicas de violencia de pareja.
En 2019 el Congreso de la Unión reformó el Código Civil Federal para eliminar las excepciones de edad en el matrimonio, un avance simbólico que, sin embargo, no ha logrado erradicar las uniones informales. Muchas de estas “uniones de hecho” ni siquiera se registran, dificultando su seguimiento y sanción. Mientras el Estado se congratula de una reforma legal, en el terreno la práctica continúa amparada por normas comunitarias, presiones económicas o el silencio cómplice de autoridades locales.
La perpetuación del matrimonio infantil en México no puede atribuirse únicamente a tradiciones anquilosadas. La pobreza extrema, la falta de oportunidades educativas y la escasez de servicios de salud reproductiva empujan a muchas familias a considerar la boda prematura como “una salida”. Además, los estereotipos de género refuerzan la idea de que el lugar de la mujer está en el hogar, subordinada y dependiente.
Frente a estas causas, resulta evidente que solo con leyes más estrictas no bastará: necesitamos políticas públicas que atiendan simultáneamente la pobreza, el acceso a la educación y la salud, y un cambio cultural que promueva la igualdad de género desde la infancia.
El matrimonio infantil no es un mal inevitable, sino una decisión colectiva que podemos revertir. Cada niña que recupera su derecho a la infancia y a la libertad de elegir su propio camino es una prueba de que otro México es posible: más justo, más igualitario y respetuoso de los sueños de las nuevas generaciones.
Cerrar los ojos ante esta realidad es condenar a miles de niñas mexicanas a una vida de desigualdad y sometimiento. Y si no actuamos, como sociedad estaremos perpetuando una deuda histórica que no puede seguir esperando.