Muy cerca de la frontera con Bolivia, el poblado de Colchane se ha convertido en uno de los epicentros de la crisis migratoria en Chile. Por esta localidad del norte del país ingresan a diario unas 500 personas, casi en su mayoría venezolanas.
Han recorrido buena parte del continente sudamericano y, en este tramo, se enfrentan a las condiciones y temperaturas extremas del altiplano, a más de 3.600 metros de altura. Esta semana falleció un hombre de 83 años que no resistió la travesía, según informó la prensa local.
Un blanco fácil
Según cifras oficiales, 27 personas han perdido la vida intentando llegar a Chile en 2021 y lo que va del 2022. Las causas más habituales de esas muertes son hipotermia, deshidratación y complicaciones cardiorrespiratorias. Organizaciones sociales y los mismos refugiados creen que, en realidad, son varios cientos los que mueren en el camino. Allí son también blanco fácil de asaltos, abusos y tráfico de niños.
Por esas mismas rutas ingresaron en diciembre pasado Silvia Oyaga y Nangier González con sus tres hijos de 3, 5 y 12 años. Ella es médica y él, exmilitar y mecánico. La crisis en su Venezuela natal hacía cada vez más insostenible mantener a la familia y costear los medicamentos de su hija, quien nació con una enfermedad renal. Estuvieron primero en Ecuador por tres años y en diciembre pasado decidieron emigrar a Chile.
En el trayecto de casi dos semanas en distintos medios de transporte intentaron primero cruzar desde Tacna, Perú, pero sin suerte. Luego continuaron hacia Bolivia. Primero a La Paz y luego a Pisiga, en la frontera con Chile, relata Silvia a DW: “Hacía un frío terrible. Pasamos la noche en la calle junto a una fogata improvisada y a las 6.00 de la mañana iniciamos el último tramo a pie hacia Chile”.
Sin rumbo claro por Chile
En el control fronterizo de Colchane se les impidió el paso y caminaron varios kilómetros al lado de una zanja de tres metros de ancho y tres de profundidad hasta encontrar un punto donde cruzar sin ser vistos. Con gran esfuerzo lograron salir de la zanja y, ya en Chile, caminaron sin rumbo claro, perdidos por la llanura, sin ver a nadie más que las llamas que pastaban.
“No habíamos comido nada, mis hijos lloraban, no podían más. Debimos turnarnos para cargar al menor. Se nos acabó el agua y compartimos lo último que tenía, una manzana. Había que cruzar canales de agua muy fría, nos hundimos y perdimos los zapatos”, relata Silvia. Su esposo se cayó y no pudo continuar.
Ella siguió sola con el más pequeño para buscar ayuda y encontró a un grupo de la Iglesia. “Al principio tuve miedo, pensaba que nos iban a devolver, pero nos ayudaron a llegar a Colchane. Sentimos una emoción muy grande”.
La punta del iceberg
Esta es una de las historias que recoge el documental “Esperanza sin fronteras”, producido por la Vicaría de Pastoral Social Caritas, del Arzobispado de Santiago de Chile, como una forma de sensibilizar y la promover la búsqueda de soluciones.
“La inmensa mayoría de los migrantes vienen con familia, pero también llegan muchas mujeres solas con sus niños”, señala a DW el vicario, Jaime Tocornal. En Colchane, el Estado y la OIM cuentan con carpas para que pernocten a la espera de la prueba de Covid, antes de continuar. La capilla del lugar se abre todas las noches como albergue para las madres y sus hijos. El poblado, de 1.500 habitantes, se ve sobrepasado.
“Lo que ocurre en la zona norte es la punta del iceberg. La gran dificultad son los miles de migrantes que viven en el centro y en el sur. Un millón 400 mil personas han ingresado en los últimos diez años y de ellos un tercio son venezolanos”, señala Tocornal. Esto equivale casi a un diez por ciento de la población chilena. El vicario estima que el total podría ser mucho mayor que las cifras oficiales.
Protestas contra la migración descontrolada
El éxodo ha generado una presión enorme sobre un Estado que no ha logrado dar respuesta eficaz ni a las necesidades de los refugiados ni al descontento de sectores de la población chilena por la masiva llegada de indocumentados. En la costera ciudad de Iquique se han registraron violentas protestas contra la migración descontrolada. Los manifestantes incluso han quemado carpas, bienes y hasta juguetes de las familias extranjeras.
La Organización Mundial para las Migraciones (OIM) y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) acaban de lanzar en Chile la campaña “Somos encuentro” para promover el intercambio cultural, el diálogo y la inclusión de las personas refugiadas y migrantes. Tocornal reconoce que urge buscar soluciones.
“La gente deja de ser solidaria cuando tiene a personas viviendo y haciendo sus necesidades enfrente de la casa, o la playa y el parque están invadidos de carpas durante meses y nadie hace nada. Ha habido una lentitud total para acoger, dar salida y exponer un programa que permita una migración ordenada. No se puede seguir ignorando el problema o creer que se resuelve cerrando la frontera o haciendo una zanja”, expone.
Mesa de trabajo: soluciones y oportunidades
Este 18 de mayo, unos 20 representantes de instituciones del Estado, la sociedad civil, universidades, sector privado, gremios, empresarios y organismos internacionales respondieron a la convocatoria de la Iglesia para formar una mesa de trabajo, que genere propuestas concretas ante este desafío y aproveche las oportunidades que ofrece la integración.
“Debemos asumir que, quienes ya están en Chile, salvo un cambio radical de la situación en Venezuela, no se van a volver. El mínimo es que les den un documento de identificación, sin el cual no pueden trabajar en labores formales, y que el Gobierno extienda permisos de trabajo para que las personas puedan realizar una labor digna, tener un sueldo y aportar a la sociedad”, apunta Tocornal.
“En sectores como el agrícola hay acuerdo entre los productores de la necesidad de mano de obra. El año pasado se perdieron cosechas por falta de trabajadores. No es verdad que los migrantes les van a quitar el trabajo a los chilenos”, afirma.
“Un sacrificio grande”
“Emigrar ha sido duro, es un sacrificio grande pasar tantos momentos difíciles para buscar un mejor bienestar y sacar a mi familia de tanta miseria y pobreza que hay en mi país”, dice Nangier González. “Buscamos una mejor calidad de vida, ver el fruto de tanto esfuerzo. En nuestro país puede haber trabajo, pero hay tanta inflación, que no alcanza para subsistir”, agrega Silvia.
Hoy viven en Santiago. Nangier trabaja en un taller mecánico. Los niños tienen un documento de identificación provisorio que les permite acceder a salud e ir a la escuela y jardín infantil. No así los adultos que, sin visa ni registro en el sistema, ni siquiera pueden tener un contrato de empleo. Silvia ofrece servicios como poner inyecciones y hacer curaciones. Dice que han sido bien acogidos en la capital, pero el temor persiste: “Me da miedo que la Policía me pida documentos y no poder mostrar nada. Siempre vivimos con ese miedo”.
Con información de DW